Conejillos de indias

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Dos personas importantes en mi vida, en situaciones completamente ajenas entre sí, me señalaron que debo dejar de experimentar con la mente de la gente. En ambas ocasiones, cada una de ellas estaban resentidas conmigo, seguramente por buenas razones.

Una de las dos me dijo que llevo a las personas hasta su límite, lo cual me puso a pensar en diversas ocasiones en las que, de hecho, he empujado a personas hasta su límite con la intención de demostrarles que pueden llevarlo más lejos, sin lograr otra cosa que alejarlos de mí. No sé si mi “condición” de maestra me haya llevado a ello, o si es simplemente algo que hago sin percatarme.

A pesar de que no me formé en una carrera de psicología, le he dedicado horas a educarme en el tema de la mente. Es inevitable cuando decides adentrarte en la búsqueda de respuestas que no tienes, no sólo sobre tu entorno, sino sobre las reacciones que este provoca. Entre esas cosas, están los individuos como tal.

Cuando era niña y me molestaba por situaciones que no podía cambiar, como la guerra o el hambre, siempre lo adjudicaba a la gente y me negaba a aceptarme como parte de la misma. Mi madrina me explicó que no todas las personas son malas, es sólo que toman malas decisiones a lo largo de su vida que los orilla a cometer errores. No estando conforme del todo con la información, separé a la humanidad en dos grupos: “las personas”, que son los humanos en general; y “la gente”, que eran aquellas personas que sabían que estaban actuando mal, pero lo seguían haciendo. Ahora que lo pienso, supongo que con “gente” me refería a las fallas en la sociedad.

Me dediqué entonces a no ser parte de “la gente” a una edad muy temprana y sin tener en claro el porqué de mi inquietud hacia ello. Desde que tengo memoria, escuchaba constantemente a mi papá hablar sobre política, corrupción e injusticias, temas sobre los que discutíamos de vez en cuando antes de ir a dormir. A los 12 años mi papá me había contado toda la historia sobre la segunda guerra mundial y me había pedido decidir si en realidad Hitler estaba en un error. Su intención era llevarme a formar un criterio propio, espero.

En torno a las preguntas que le hacía y las respuestas que esperaba o conclusiones a las que llegaba sobre temas específicos, mi papá me llamó Maquiavélica desde que tenía ocho años. Inicialmente me molestaba, pues sonaba feo y malvado, especialmente cuando había decidido dedicarle mi vida a ser diferente a la gente y hacer algo mejor por el planeta. Tenía una idea muy clara sobre lo que era correcto y lo que no y condenaba a todas las personas que opinaban diferente. Luego crecí para aceptar mi condición de malvada y mi misión de cambiarla.


El mejor escenario sería el de aceptar que nada es absoluto, incluyendo la percepción individual sobre “el bien” y “el mal”.

En respuesta al contraste de crecer creyendo ser malvada y tener unas intenciones tan fuertes de que las cosas estuvieran bien, surgió en mí una obsesión por hacer entender a la gente mi concepto del bien y el mal, porque en mi cabeza era absoluto. No era diferente a los fanáticos religiosos que cruzan la línea del respeto que yo tanto critico. Yo había cruzado esa la línea en la búsqueda de una sociedad utópica. Y en mi frustración, me encontré a mí misma.

El mejor escenario sería el de aceptar que nada es absoluto, incluyendo la percepción individual sobre “el bien” y “el mal”. Pero eso no me da las respuestas que busco. Se me ocurre que los ocho años es una edad muy temprana para decirle a un niño lo que es. Dile que es un genio y crecerá para serlo, dile que es un idiota y las probabilidades apuntan a que lo sea. A mí me dijeron que era malvada. Y esa parte de mí que aún lo cree, lucha contra ello. Soy mi principal obstáculo en la búsqueda de esa verdad única en la que no puede existir el mal. Y es terriblemente agotador. Para mí y para quienes me rodean.

Sin embargo, darse cuenta de una situación a tiempo es el primer paso para cambiarla. “El tiempo puede re-escribirse”, escuché por ahí. Y no significa rendirse, significa aprender. Lo cierto es que todos tenemos un largo camino por recorrer. Quizá sólo ando por ahí observando, haciendo anotaciones, experimentando, pagando el precio y justificando mis medios con mi finalidad. Quizá aún no encuentro la respuesta que busco, pero confío en que un día voy a saber cómo formular la pregunta.

Impreso en: La Crónica de Hoy


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