Cambios extraños que hay en mí

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Hace unos meses fui de visita a mi pueblo natal, que queda a una hora de la capital de Chihuahua. No me había dado cuenta de todo el tiempo que había pasado desde la última vez que lo visité. Todo es diferente ahora, y no sólo la manera en que se ven las cosas, sino cómo se sienten. Las personas son diferentes, ya no sé dónde están los lugares a los que solía recurrir e incluso la manera en que mi familia me observa detenidamente me resulta casi alarmante.

La navidad pasada fue la última vez que vi a todos mis familiares juntos. Tuve que sentarme un rato a asimilar que mis primos pequeños dejaron de ser bebés hace un tiempo y que mis tíos ya no me hablan como a una mocosa, sino como a un adulto. Uno al que no conocen muy bien.

Fue hasta este fin de semana que me percaté de un par de cosas. La primera fue que todo cambia cuando estás distante. No sólo físicamente, sino en general. Todos los días hablo con mi mamá por teléfono. Me cuenta anécdotas del pueblo y sobre familiares lejanos a los que nunca puedo recordar. Pero no importa, pues lo importante es que escucho su voz y sé que está allí, a diez dígitos de distancia.

Sin embargo, al atravesar la puerta de la casa en la que crecí, me encontré con las mismas sonrisas y los mismos saludos cálidos que me vieron crecer y me convirtieron en la persona que soy. Excepto una. Fue cuando saludé a mi abuelo, que estaba sentado en su sitio de siempre, en la mesa de la cocina, frente a su plato de comida. Me acerqué a darle un beso y a preguntarle cómo estaba. Me miró con confusión por un instante, luego dijo de manera formal “¿Cómo le va?”. Mi mamá, que estaba en la habitación, le dijo en un tono más fuerte que se trataba de mí, su nieta. “Sí, sí”, dijo mi abuelo, pero no sabía quién era. Y mi corazón se partió en dos.

Es imposible dejar de sentir en el pecho esa nostalgia que nos recuerda que somos y siempre seremos parte de lo que nos hizo ser para empezar.

La última vez que había visto a mi abuelo, era el hombre enérgico de siempre, sin miedo a nada, contándome historias sobre su trabajo como taxista y sobre la gente a la que conoce. Recordé su peculiar forma de saludarme con un “¡Esa mija, qué milagro!” de meses anteriores y tuve que salir al patio a tomar aire.

Ese mismo día, más tarde, mi hermanita de ocho años que ahora tiene trece y nadie se molestó en avisarme, me comentó que le molestaba un poco mi manera de hablarle, como si estuviera pequeña. Segundo golpe al estómago. Caí en la cuenta de que dejé mi casa hace seis años sin molestarme en considerar que las cosas que dejé atrás también seguían su propio curso. Me di cuenta de que, efectivamente, trataba a mi hermana pre-adolescente como si fuera la niña pequeña que dejé cuando me fui de casa.

Imaginé entonces lo difícil que debe ser reconocerme para mis familiares y amigos del pasado. Lo diferentes que somos todos y lo duro que pega el tiempo cuando avanza con sigilo entre nosotros.

Más tarde recibí una llamada de mi mamá, contándome que mi abuelo está bien, pero se sentía algo enfermo. Dijo también que preguntó por mí y cuándo volvería. Dije que pronto, pero una parte de mí sabe que a quién él espera ya no existe. Y aunque él no vuelva a ver a la niña que vio crecer y se fue de pronto o yo no vuelva a ver a mi hermanita bebé porque crecimos y cambiamos, es imposible dejar de sentir en el pecho esa nostalgia que nos recuerda que somos y siempre seremos parte de lo que nos hizo ser para empezar. Y con todo y cambios, el lazo que nos une es indestructible.

Impreso en: La Crónica de Hoy

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