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Ya son las 11:00 y a penas terminaste de alistarte de mala gana. Después de cambiar de ropa quince veces aceptas el hecho de que nada te va a quedar bien, así que te pones lo primero que habías elegido. También es un mal día para tener cabello en general. Gracias, Ley de Murphy.

Te sudan las manos y no sabes por qué. Por un lado, acaban de subir nuevos capítulos de tu serie favorita a Netflix y ese siempre va a ser un mejor plan que salir de casa. Pero una parte de ti te grita que lo hagas, parecería que hace años que no interactúas con una persona fuera de una pantalla. Empiezas a sentir un cosquilleo en el estómago, como de mal presentimiento. Tu amiga te dijo que la fiesta a la que van es tranquila y que todos son buena onda. Primera señal para desconfiar.

Una vez que estás entrando a la casa desconocida, tu corazón comienza a latir con fuerza, te topas caras conocidos pero no recuerdas ningún nombre y empiezas a temblar sin razón aparente. A lo lejos sientes que alguien te mira. Volteas. Es un extraño pero tu cabeza ya te está gritando que algo no está bien. Lo sabías. Ya estás ondeada y el resto de la noche se va a pasar entre ir al baño a respirar profundamente y responderle a tu amiga que “estás bien” cada dos minutos. Te preguntas qué va a pasar en la serie a la que dejaste abandonada en casa y no puedes esperar a que llegue el momento de partir.

Vivir con ansiedad social es un problema psicológico tan común que tiene un apodo. Decimos que estamos “ondeados” cuando nos sentimos fuera de lugar en una situación o momento específicos. Basta con que el día comience mal para desatar una cadena que va a terminar alrededor de nuestro cuello al final de la noche si la dejamos construirse. Sabemos las cosas que nos ondean, desde las personas que nos hablan muy de cerca, hasta la forma de hablar de algún comentarista de la televisión. Simplemente son cosas que nos causan ansiedad.

Somos una generación muy creativa e innovadora, pero al mismo tiempo solíamos ser niños mimados y asustadizos a los que sobreprotegían sus papás.

La ansiedad es un “estado mental que se caracteriza por una gran inquietud, una intensa excitación y una extrema inseguridad”. Deberíamos plantearnos porqué se ha vuelto tan común el hecho de sufrir ansiedad de una manera constante. Hace unos años se hablaba de niños sufriendo de estrés. Comenzaron a tomar el tema con más seriedad y a aceptarlo como una condición psicológica, pero no se hizo nada significativo al respecto. Ahora esos niños estresados somos adultos y estamos todos ondeados.

Vivimos en un constante estado de alerta, pues crecimos en un mundo peligroso. Somos una generación muy creativa e innovadora, pero al mismo tiempo solíamos ser niños mimados y asustadizos a los que sobreprotegían sus papás. Las consecuencias en la vida adulta es tener miedos irracionales y un nivel de fobia social impresionante.

Si bien es cierto que necesitamos la ansiedad cuando funciona como mecanismo de alerta, no necesitamos ninguno de los trastornos que ella produce. Existen además riesgos a largo plazo de padecer enfermedades cardiovasculares, neurológicas y pulmonares tanto como a corto plazo como dolor de cabeza recurrente, mareos y vértigos, problemas gastrointestinales, hipertensión, insomnio, dolores musculares y fatiga crónica, entre otros. ¿Les ondea? Exacto.

Por eso, si queremos vivir los 65 años que la esperanza de vida promedio le promete a nuestra generación, más nos valdría empezar a respirar lentamente y considerar un análisis psicológico.

“No vaya a ser.”

 Impreso en: La Crónica de Hoy
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Cuando tenía unos siete años estaba en un instituto de danza. Siempre fui algo torpe incluso para caminar, ya que mis pies estaban chuecos y utilizaba zapatos ortopédicos. Un día, sin darle mucha importancia, mi papá se burló de mi peso mientras bailaba, refiriéndose a mí como a un marranito. Desde entonces bailar dejó de ser una diversión y se convirtió en una terrible obligación humillante.

En otra ocasión, estando en casa, practicaba mi rutina, la cual implicaba correr. Al verme, mi papá se burló de mí frente a sus amigos y me pidió detenerme, explicando que me veía mal porque corría como una vaca en dos piernas. Hasta la fecha me es imposible correr sin recordar que parezco una vaca.

Cuando cumplí trece años mi papá me dejó muy en claro que si no dejaba de comer de la manera en que lo hacía, iba a ser muy tarde para mí en el futuro. Mi solución era esconderme para comer cada vez que mi papá estaba en casa. La comida era algo prohibido y la escondía como los niños escondían sus libros de Ciencias Naturales de quinto año.

Un par de años después, mi papá me dijo que nadie me querría por ser gorda. Me contó cómo en una ocasión una muchacha muy linda y de buen corazón se acercó a él en un baile, pero la rechazó por estar un poco pasada de peso. Desde entonces estoy predispuesta al rechazo. Gracias por el dato, Sigmund Freud.

Crecí convencida de que todos mis problemas giraban en torno a ser gorda. No me tenía permitido bailar, correr, brincar o hacer movimientos rápidos. Mi ropa era siempre más grande que yo en el intento de no sentirme tan mal. Cuando el hecho de que no era una niña delgada se convirtió en los gritos entre mis papás, supe que todo era mi culpa, así que dejé de comer.

Por el 2006 y sin tener muchos amigos en la vida real ya que era gorda y asumía que nadie me quería cerca, me refugié en Internet, donde encontré un montón de foros que se predominaban “Pro-Ana” y “Pro-Mía” y apoyaban la Anorexia y la Bulimia. En los foros un montón de usuarios, en su mayoría chicas de todos los lugares del mundo, intercambiaban tips sobre cómo soportar el hambre, cuáles eran los alimentos más fáciles para vomitar, cómo ocultarse de los padres y finalmente, cómo morir. Me apasioné con el tema. Toda mi vida giraba en torno a la comida y a la ausencia de ella. Mi mente se distorsionó de una manera catastrófica con la que hasta la fecha sigo luchando. Descubrí que cuando no comía, no sólo solucionaba todos los problemas a mi alrededor, sino que también tenía el control de mi vida. Por primera vez tenía el control total.

Me aislé en un mundo de fantasía en el que todo lo que existía era Internet, libros y películas.

No consideré el hecho de estar enferma nunca, ya que a pesar de los 21 kilos que perdí en unos cuántos meses, junto con mi cabello, mi vida social y mi ya baja autoestima, me seguía viendo y sintiendo gorda. Dejé de permitir que las personas entraran en mi vida, incluida mi familia. Me aislé en un mundo de fantasía en el que todo lo que existía era Internet, libros y películas. Mis amigos eran invisibles y perdí a un par que se quitó la vida en el proceso.

Mis papás nunca se dieron cuenta. Por el contrario, me felicitaban por cuidarme mejor. Y yo sentía que era mejor que todos, pues podía lograr lo imposible sin que nadie lo notara. La verdad es que el dolor que me estaba carcomiendo por dentro es aún indescriptible. Y no me refiero a la sensación hueca en el estómago que te obliga a doblarte por completo, al dolor constante en los huesos, al frío y hormigueo en las extremidades, a la migraña o a la pérdida del cabello. Me refiero al hecho de saber que en el fondo todo ello sólo era un problema creciente disfrazado de solución. No quería estar sola, pero mucho menos acompañada. Quería irme, pero no quería llegar a ninguna parte.

Al crecer, disfrutaba superficialmente los insultos que involucraban a mi peso, porque eran un motivo más para arrancarme la piel y sentir ese delicioso dolor físico que probaba que seguía viva.

Cuando comencé a vivir sola las cosas se volvieron más sencillas. En mi refrigerador había una botella grande de Coca Cola light: mi desayuno, comida y cena.

Obviamente no salía y no hablaba con nadie, ¿para qué molestarlos? Me había convencido de que era una molestia para las personas. Los pocos amigos que había tenido se habían alejado lo más pronto posible y yo lo asumía a mi físico, claro.

Un día descubrí que ya no era del todo gorda, aunque mi cabeza no lo entendía. Así como no entendía ver a otras chicas con sobrepeso siendo felices, teniendo amigos o novios. Me era imposible asimilar que eso fuera natural. Asumía que las personas que se acercaban a mí lo hacían para pedirme algo. Mi manera de hacer amigos se convirtió en obsequiarles cosas o hacer cosas por ellos. De otra forma, ¿para qué se quedarían?

Crecí con una concepción errónea sobre la amistad y las relaciones sociales. Guardé en el fondo de mi ser un odio irracional hacia la sociedad y las personas que la conformaban. Decidí no ser como ellas y me dediqué a no cometer ningún error fuera de mi error nato: ser gorda. Aprendí, sin embargo, a aceptar el mal trato de las personas hacia mí. Me relacionaba únicamente con personas que se aprovechaban de mí y alimentaban mi enferma percepción sobre la sociedad. Era mi nueva forma de hacerme daño.

El concepto de “confianza” nunca se formó en mi persona, por lo que aún vivo constantemente a la defensiva y alejando a toda persona que pretenda involucrarse conmigo. Cuando alcancé mi “peso ideal” y las personas lo reconocían, lo agradecía, luego me encerraba a limpiarme las lágrimas, pues estaba convencida de que en el fondo sólo se estaban burlando. Me había vuelto loca. Y lo sabía.

Al día de hoy, me molesta ver cómo las campañas contra la Anorexia están dirigidas específicamente a personas en fase terminal, cuando la verdad es que es una enfermedad que afecta a casi el 90% de las personas de entre 12 y 27 años. Y si no se corrige a tiempo, el resultado puede ser fatal.

Podría llamarme sobreviviente, de no ser por la enorme cantidad de personas importantes que he perdido en mi vida por asumir que soy una carga y que mi valor es inversamente proporcional a mi peso. Es algo de lo que nade habla porque además de vergonzoso, es contradictorio. Cuando no terminas con tu vida, sólo la conviertes en una compensación de la misma. Te obsesionas contigo y con el impacto de las demás personas hacia ti. Te olvidas de que los demás son individuos además de ti y crees que están esperando el momento de hacerte daño.

Lamentablemente, en mi experiencia eso es lo que sucede la mayor parte del tiempo. Creo que el primer paso es aceptarlo para poder hacer algo al respecto. El segundo es querer hacer algo al respecto. Supongo que debo trabajar en el segundo, o nunca averiguaré cuál es el tercero.

Quizá yo no estoy lista. Pero se supone que todo tiene solución y esto no tiene nada que ver con el peso corporal. Por ello, de sentirse así, busquen información y ayúdense. Que la vida es muy linda cuando se es libre. O eso es lo que me han contado.

Impreso en: La Crónica de Hoy
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Tendemos a llamarle libertad a la sensación de comodidad que nos brinda nuestra rutina diaria porque el sistema nos educó para crecer siguiendo un patrón de ideas y opiniones previamente estructuradas con la finalidad de que a su determinado tiempo las descubramos y pensemos que fueron creadas en nuestra mente.

A estas alturas, ellos saben que a México como al Roma de Juvenal: Panem et circenses. Se alimenta y se aplaude la ignorancia, pues saben que la única manera de mantener al pueblo andando para su conveniencia propia es abusando del populismo al que lo someten para ganar poder político. Lo que no saben es que tanto metafóricamente, como en la vida real, se les agota el combustible.

Sin querer hemos venido a caer en un constante estado de adormecimiento en el que cumplimos con las normas que alguien, hace mucho tiempo atrás, estableció para nosotros. Quizá inicialmente se trataba de conservar la calma entre aquellos que no se sentían capaces de hacerlo por sí mismos. Qué lástima que el fuerte terminó por condenar al débil a su custodia, poniéndolo a su disposición en busca de su beneficio propio y no del bien común.

Qué lástima que nos convenzan tan fácilmente de que somos débiles. Si abrimos un poco los ojos, podemos ver cómo en todas las instituciones abunda un sutil miedo que nos controla y nos acorrala hasta convencernos de que formar parte de ello fue nuestra elección. Tenemos un trabajo, aseguramos una vivienda, cumplimos con normas sociales que en este punto no tienen nada que ver con la estabilidad social o humana. ¿Por qué? Porque tenemos miedo de averiguar qué pasaría si un día decidiéramos no hacerlo.

Nos escupen nuestra dichosa libertad desde el balcón del piso más alto en el edificio de la sociedad funcional.

Se nos ha educado con diversos miedos disfrazados y se han alimentado con justificaciones cada vez más quiméricas. Nos roban, explotan y manipulan mientras Dios nos señala desde arriba con un huesudo dedo que indica que deberíamos estar arrepentidos desde el momento en el que nacemos porque existir nos hace culpables de acciones que aún no cometemos pero que, según el manual, cometeremos en algún punto.

Hemos visto y experimentado como sociedad las fallas en el sistema. Son obvias y ponen en evidencia su estructura obsoleta y su urgente necesidad de actualización. Lo vemos en los más de 36 millones de mexicanos sin hogar y en los 4.79 millones de analfabetas mayores de 15 años, por ejemplo. Y aun así parecería que la venda con la que se cubren los ojos del pueblo está más apretada que los skinny jeans de Kim Kardashian.

Así nos escupen nuestra dichosa libertad desde el balcón del piso más alto en el edificio de la sociedad funcional. Pero no importa, porque ya casi es domingo de comer barbacoa, ver La Voz México e ir a pedir perdón.

La solución radica en permitirnos despertar. Quizá no estamos listos como sociedad para funcionar por nuestros propios medios, pero siempre se puede comenzar desde abajo (como Oprah, no como Drake) y acatar nuestra responsabilidad de educarnos y aprender que la libertad va más allá de tener una tele nueva en la sala de la casa.

Publicado en: Omnia Noticias
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—Dígame una última cosa, profesor -pidió Harry-. ¿Esto es real? ¿O está pasando sólo dentro de mi cabeza?
—Claro que está pasando dentro de tu cabeza, Harry, pero ¿por qué iba a significar eso que no es real?


Cuando tenía seis años, mi papá nos sentó a mi hermano bebé y a mí y comenzó a leernos una historia. El libro que tenía en las manos se llamaba “Lazarillo de Tormes”. Nos leyó un capítulo entero, luego cerró el libro prometiendo el capítulo siguiente para otro día. Para el final del capítulo yo estaba enganchada con la historia. Había viajado a un lugar que no había visto jamás y aun así casi podía tocarlo y oler la humedad de las calles que describían sus páginas. Me rehusé a esperar y tomé el libro. Me adentré en una aventura sin moverme de mi sitio y lo terminé esa misma noche.

Siendo la hermana mayor, mi socialización inicial fue exclusivamente con adultos o personajes ficticios que conocía en libros o programas de televisión. Los niños de verdad me resultaban tontos, así que mis amigos vivían en el viejo librero blanco de la casa de mis abuelos. De vez en cuándo se salían y se convertían en mis amigos imaginarios, resultando en tías políticas asustadas que no dejaban a mis primos jugar conmigo, la niña loca.

Con el tiempo, dichos amigos imaginarios se convirtieron en historias entre mis familiares sobre fantasmas y todo tipo de criaturas mágicas y enfermedades mentales. La verdad es que para ese entonces muchos adultos me resultaban incluso más tontos que los niños.

Con el tiempo, creces y tienes que aprender a socializar con personas de verdad, cosa que nunca resultó del todo bien conmigo. Prefería a los personajes ficticios. A los once años, mis mejores amigos eran Harry, Ron y Hermione. Más tarde conocí también a las personas que los interpretaban en las películas y los convertí en mis ídolos. Descubrí que me era más fácil relacionarme con esas personas a las que no podía llegar físicamente, que a las que tenía a mí alrededor.

A este tipo de relación, en la que sentimos que conocemos e incluso queremos a una persona que si bien no es real o no nos conoce, como es el caso de alguna celebridad o personaje histórico, se le llama “parasocial”, término dado por los psicólogos Donald Horton y Richard Wohl en 1956 a la relación platónica que las personas creaban con personajes ficticios y figuras políticas. Así que desde la abuela eternamente enamorada de Pedro Infante hasta el vecinito que jura que Peter Parker es su mejor amigo, esta situación no es para nada ficticia.

Quizá la falta de interés en aprender a relacionarnos con personas reales es directamente proporcional a la manera en que formamos nuestras relaciones parasociales.

Este tipo de relaciones se dan cuando sentimos confianza y hasta cierto nivel complicidad con dicho personaje. Conocemos su historia y sentimos lo que ellos sienten. Basta con decir que lloro mucho más cuando leo el capítulo en el que muere el profesor Snape en Harry Potter que cuando lo hace algún familiar lejano al que no recuerdo. A pesar de que uno es real y el otro no. Nos involucramos tanto con su vida que la sentimos propia. Sabemos por lo que han pasado, los sacrificios que han hecho y el proceso que han atravesado con una meta en específico. Hemos sentido sus alegrías, sus tristezas y compartido sus historias. Y hemos aprendido sus lecciones.

Esta actitud automática en la que nuestras sensaciones son reales a pesar de estar conscientes de que las situaciones no lo son, fue llamada “Alief” por la profesora en filosofía Tamar Gendler. Esto explica por qué lloramos tanto al final de Toy Story 3 o sentimos mariposas en el estómago cada vez que vemos a Cory y Topanga juntos.

Hoy en día sucede también con las celebridades, pues con acceso a las redes sociales nos es sencillo acceder a su información, ver y leer sus actividades diarias y vivir su historia. Por otro lado, muchos optamos por compartir la nuestra de la misma manera, quizá con el propósito de que alguien allá afuera logre involucrarse sin llegar a hacerlo físicamente. Y somos muchísimos. De hecho, la cantidad de personas que prefieren relaciones parasociales sobre las relaciones sociales está subestimada.

Quizá la falta de interés en aprender a relacionarnos con personas reales es directamente proporcional a la manera en que formamos nuestras relaciones parasociales. Quizá por eso nos hemos convertido en una generación que socializa a través de una pantalla. Nos hemos vuelto personajes ficticios. Por mi parte y sin titubear, puedo afirmar que he pasado al menos una cuarta parte de mi vida viviendo en un mundo ficticio. Hasta la fecha cada vez que tengo que enfrentar un problema, leo un libro y recuerdo que pase lo que pase afuera, mis amigos imaginarios van a seguir ahí, plasmados en papel. Al crecer aprendes a diferenciar entre ambas realidades y a aplicar lo que aprendiste en una para funcionar en la otra. Y es eso lo que lo vuelve real.

Publicado en: La Crónica de Hoy
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“Cuando tenía siete años, tu abuelita me mandaba al rancho de arriba a vender quesos. Los vendía en $15 pesos, pero yo cobraba $17 y me quedaba con el cambio. Con eso me compraba unas revistas y los cómics de Kaliman que te enseñé, ¿te acuerdas? Y ya más grande, como a los nueve, empecé a comprar libritos. Una vez me robé el de los Cuentos de Grimm, porque no lo completaba. Me subía al techo de la casa y los escondía para que tus tíos no me los quitaran. Después tu tío Socorro me regalaba libros de su escuela y yo me los llevaba al cerro en el caballo. Me echaba un cigarro y me ponía a leer mientras el caballo comía y tomaba agua. A veces me sentía Macario y tenía miedo de toparme al diablo. Y cuando leí Platero y Yo me tuve que ir más lejos para que no me vieran llorar. La verdad prefería andar sólo por ahí que acompañado de pendejos. Todavía prefiero.” 

 —Mi papá, algún día de junio de 1998.
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Me gusta la lluvia, el café y los clichés.

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