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Me entregué a los brazos de la lejanía a cambio de saberle libre.
Le sugerí por última vez quitarse ambos zapatos antes de pisar la costa.
Besé su frente y cerré los ojos.
Tomé sus manos con toda la fuerza que había estado acumulando entre las marcas negras bajo mis ojos.
Temblaba de miedo y lloraba de frío.
No había aprendido a controlarme cada vez que se acercaba.
Mis manos reaccionaban solas y le llevaban ventaja a la consideración.
Nadie tomaba en cuenta los residuos de una noche atrás.
Era como si de la nada hubiésemos llegado a un acuerdo.
Como si estuviéramos seguros de que la cordura no era más una opción.
Y lo inevitable fue más bien impredecible.

Y viceversa.

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