La cura para el mal de riñón

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Un día de verano de 1996, mi papá me contó la historia de cómo un perro le dio un aventón a la ciudad desde el rancho en el que vivía para ir a la escuela cuando tenía mi edad. No era un hombre peludo, era un perro blanco con cuerpo de hombre, llevaba guantes de cuero negro y una chamarra de mezclilla. Me contó cómo se detuvo en la orilla de la carretera y le permitió subir. Su primera reacción fue la de asustarse, pero luego vio que el perro era bastante amable, por lo que se subió y no hizo comentarios en el hecho de que era un perro conduciendo una camioneta. Entre otros temas, el perro le contó cómo se había curado del dolor de riñón que no lo había dejado en paz días atrás, hasta que una mujer le dio un remedio, e incluso lo compartió con él. Llegaron a la ciudad y mi papá se bajó del vehículo, dándole al perro las gracias por el aventón y por la cura para el dolor de riñón.

Siendo una niña, la imagen del perro conductor se clavó en mi memoria. Años más tarde, lo recordé y le pregunté al respecto. Tenía la teoría de que quizá fuera alguien con una enfermedad o una barba muy extraña. Nuevamente, mi papá me aseguró que se trataba de un perro de una manera tan natural que por poco le creo. En alguna ocasión lo escuché decirle el remedio a alguien que le dolía el riñón y respondiendo con un simple “un perro me dijo”, cuando le cuestionaron dónde lo leyó. Los años pasaron y la explicación no llegaba.

Hace un par de años, mi papá enfermó de un cáncer que meses más tarde terminó con su vida. Un día, cuando estaba ya en cama, le pregunté por el perro. “No entiendo por qué no me crees”, me dijo cuándo me explicó de nuevo que se trataba simplemente de un perro blanco. Así fue que pasé de creer en el perro a los seis a no creer en él a los trece para decidir a los veintiuno que no había más razón para no creer. Mi papá dejó este mundo y el perro sigue siendo el mismo perro que era hace 20 años.

De mi papá aprendí que la educación es un privilegio y la honestidad una obligación, a pesar de que hacía trampa en todos los juegos de mesa. De mi papá aprendí que con los rusos no se juega y que Oppenheimer era un idiota. De mi papá aprendí que siempre hay algo nuevo qué aprender de los demás y que el dolor de riñón se cura combinando barba de elote, cola de caballo y barba de coco en una misma infusión.

Porque a pesar de que es probable que haya tenido una explicación racional, le agradezco haberme dejado esa constante chispa de incertidumbre. Después de todo, hay personas que pierden la razón por no creer en lo fantástico.

Publicado en: La Crónica de Hoy

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