Fragmentos fantasmas

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Habíamos abordado el primer avión. Se me entumían las manos del miedo a retar las probabilidades. Y es que los humanos no nos detenemos a considerar a qué altura estamos cuando nos subimos a un avión o nos bajamos de un despecho. Tal y como Benedetti lo dijo, elegí no salvarme. Elegí partir y enfrentar al miedo y al dolor. Había decidido, sin escrúpulo alguno, aprender a vivir.

Me sudaban las manos, sensaciones nuevas aparecían y se transformaban de una manera concisa, y constante. Me temblaban hasta los labios. Lo veía a él, al hombre que se hace niño cuando se hace bestia. El hombre que fingiendo valentía me hace reír hasta olvidar mis miedos. No nos amamos como la gente suele hacerlo. Pero dentro de la pureza de algún constante que nos une, sabemos que seremos compañeros en un viaje que no podríamos adivinar entonces.

Los días pasaron y el miedo se convirtió en una angustia nueva y determinante. Una firme cachetada en la inocencia y un abrazo a la dureza que ahora aprieta al corazón. Y extendíamos los brazos hacia el cielo, buscando por algún medio un rincón en este nuevo mundo que nos permitiera ser frágiles pero inquebrantables. Ese hombre que era niño y que era bestia y al que yo tanto adoro, me quitaba el miedo con su indiferencia y con su estúpida manía de intrigarme el sueño y llevarlo hasta el lugar al que no alcanzo, allá sobre su manera de mirarme despacio y luego asumir a prisa. Más que miedo de estar sola, me da miedo la impotencia de saber que no le quiero porque así lo eligió y no porque así lo permitimos suceder.

Él incapaz de dar amor y yo incapaz de recibirlo. 

La noche se hizo ingenua y detonaba una constante sensación de asfixia. Clima nuevo y miedos viejos. Voces extrañas cubiertas por las muy bien conocidas. Su respirar tranquilo y constante desde la cama de al lado solo lograba indicarme que no podíamos hacer otra cosa que esperar.

La primera vez que tuve una conversación seria en la que tuve que ser madura fue cuando decidí finalmente decirle al niño bestia que me hacía daño su ausencia cuando estaba más presente. Él incapaz de dar amor y yo incapaz de recibirlo. Él, mi ego y yo éramos el equipo perfecto. Siempre saltaban chispas. A veces de ira, a veces de risa, a veces de otras cosas que ni si quiera podría describir. Todo él tan cálido y todo su ser tan frío. Ojalá no muriera de miedo ante el temblor de sus manos. Ojalá me quisiera menos y ojalá yo no lo quisiera tanto.

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