Corre como vaca, tiro al blanco

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Cuando tenía unos siete años estaba en un instituto de danza. Siempre fui algo torpe incluso para caminar, ya que mis pies estaban chuecos y utilizaba zapatos ortopédicos. Un día, sin darle mucha importancia, mi papá se burló de mi peso mientras bailaba, refiriéndose a mí como a un marranito. Desde entonces bailar dejó de ser una diversión y se convirtió en una terrible obligación humillante.

En otra ocasión, estando en casa, practicaba mi rutina, la cual implicaba correr. Al verme, mi papá se burló de mí frente a sus amigos y me pidió detenerme, explicando que me veía mal porque corría como una vaca en dos piernas. Hasta la fecha me es imposible correr sin recordar que parezco una vaca.

Cuando cumplí trece años mi papá me dejó muy en claro que si no dejaba de comer de la manera en que lo hacía, iba a ser muy tarde para mí en el futuro. Mi solución era esconderme para comer cada vez que mi papá estaba en casa. La comida era algo prohibido y la escondía como los niños escondían sus libros de Ciencias Naturales de quinto año.

Un par de años después, mi papá me dijo que nadie me querría por ser gorda. Me contó cómo en una ocasión una muchacha muy linda y de buen corazón se acercó a él en un baile, pero la rechazó por estar un poco pasada de peso. Desde entonces estoy predispuesta al rechazo. Gracias por el dato, Sigmund Freud.

Crecí convencida de que todos mis problemas giraban en torno a ser gorda. No me tenía permitido bailar, correr, brincar o hacer movimientos rápidos. Mi ropa era siempre más grande que yo en el intento de no sentirme tan mal. Cuando el hecho de que no era una niña delgada se convirtió en los gritos entre mis papás, supe que todo era mi culpa, así que dejé de comer.

Por el 2006 y sin tener muchos amigos en la vida real ya que era gorda y asumía que nadie me quería cerca, me refugié en Internet, donde encontré un montón de foros que se predominaban “Pro-Ana” y “Pro-Mía” y apoyaban la Anorexia y la Bulimia. En los foros un montón de usuarios, en su mayoría chicas de todos los lugares del mundo, intercambiaban tips sobre cómo soportar el hambre, cuáles eran los alimentos más fáciles para vomitar, cómo ocultarse de los padres y finalmente, cómo morir. Me apasioné con el tema. Toda mi vida giraba en torno a la comida y a la ausencia de ella. Mi mente se distorsionó de una manera catastrófica con la que hasta la fecha sigo luchando. Descubrí que cuando no comía, no sólo solucionaba todos los problemas a mi alrededor, sino que también tenía el control de mi vida. Por primera vez tenía el control total.

Me aislé en un mundo de fantasía en el que todo lo que existía era Internet, libros y películas.

No consideré el hecho de estar enferma nunca, ya que a pesar de los 21 kilos que perdí en unos cuántos meses, junto con mi cabello, mi vida social y mi ya baja autoestima, me seguía viendo y sintiendo gorda. Dejé de permitir que las personas entraran en mi vida, incluida mi familia. Me aislé en un mundo de fantasía en el que todo lo que existía era Internet, libros y películas. Mis amigos eran invisibles y perdí a un par que se quitó la vida en el proceso.

Mis papás nunca se dieron cuenta. Por el contrario, me felicitaban por cuidarme mejor. Y yo sentía que era mejor que todos, pues podía lograr lo imposible sin que nadie lo notara. La verdad es que el dolor que me estaba carcomiendo por dentro es aún indescriptible. Y no me refiero a la sensación hueca en el estómago que te obliga a doblarte por completo, al dolor constante en los huesos, al frío y hormigueo en las extremidades, a la migraña o a la pérdida del cabello. Me refiero al hecho de saber que en el fondo todo ello sólo era un problema creciente disfrazado de solución. No quería estar sola, pero mucho menos acompañada. Quería irme, pero no quería llegar a ninguna parte.

Al crecer, disfrutaba superficialmente los insultos que involucraban a mi peso, porque eran un motivo más para arrancarme la piel y sentir ese delicioso dolor físico que probaba que seguía viva.

Cuando comencé a vivir sola las cosas se volvieron más sencillas. En mi refrigerador había una botella grande de Coca Cola light: mi desayuno, comida y cena.

Obviamente no salía y no hablaba con nadie, ¿para qué molestarlos? Me había convencido de que era una molestia para las personas. Los pocos amigos que había tenido se habían alejado lo más pronto posible y yo lo asumía a mi físico, claro.

Un día descubrí que ya no era del todo gorda, aunque mi cabeza no lo entendía. Así como no entendía ver a otras chicas con sobrepeso siendo felices, teniendo amigos o novios. Me era imposible asimilar que eso fuera natural. Asumía que las personas que se acercaban a mí lo hacían para pedirme algo. Mi manera de hacer amigos se convirtió en obsequiarles cosas o hacer cosas por ellos. De otra forma, ¿para qué se quedarían?

Crecí con una concepción errónea sobre la amistad y las relaciones sociales. Guardé en el fondo de mi ser un odio irracional hacia la sociedad y las personas que la conformaban. Decidí no ser como ellas y me dediqué a no cometer ningún error fuera de mi error nato: ser gorda. Aprendí, sin embargo, a aceptar el mal trato de las personas hacia mí. Me relacionaba únicamente con personas que se aprovechaban de mí y alimentaban mi enferma percepción sobre la sociedad. Era mi nueva forma de hacerme daño.

El concepto de “confianza” nunca se formó en mi persona, por lo que aún vivo constantemente a la defensiva y alejando a toda persona que pretenda involucrarse conmigo. Cuando alcancé mi “peso ideal” y las personas lo reconocían, lo agradecía, luego me encerraba a limpiarme las lágrimas, pues estaba convencida de que en el fondo sólo se estaban burlando. Me había vuelto loca. Y lo sabía.

Al día de hoy, me molesta ver cómo las campañas contra la Anorexia están dirigidas específicamente a personas en fase terminal, cuando la verdad es que es una enfermedad que afecta a casi el 90% de las personas de entre 12 y 27 años. Y si no se corrige a tiempo, el resultado puede ser fatal.

Podría llamarme sobreviviente, de no ser por la enorme cantidad de personas importantes que he perdido en mi vida por asumir que soy una carga y que mi valor es inversamente proporcional a mi peso. Es algo de lo que nade habla porque además de vergonzoso, es contradictorio. Cuando no terminas con tu vida, sólo la conviertes en una compensación de la misma. Te obsesionas contigo y con el impacto de las demás personas hacia ti. Te olvidas de que los demás son individuos además de ti y crees que están esperando el momento de hacerte daño.

Lamentablemente, en mi experiencia eso es lo que sucede la mayor parte del tiempo. Creo que el primer paso es aceptarlo para poder hacer algo al respecto. El segundo es querer hacer algo al respecto. Supongo que debo trabajar en el segundo, o nunca averiguaré cuál es el tercero.

Quizá yo no estoy lista. Pero se supone que todo tiene solución y esto no tiene nada que ver con el peso corporal. Por ello, de sentirse así, busquen información y ayúdense. Que la vida es muy linda cuando se es libre. O eso es lo que me han contado.

Impreso en: La Crónica de Hoy

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