Realidades imaginarias

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Dígame una última cosa, profesor -pidió Harry-. ¿Esto es real? ¿O está pasando sólo dentro de mi cabeza?
—Claro que está pasando dentro de tu cabeza, Harry, pero ¿por qué iba a significar eso que no es real?


Cuando tenía seis años, mi papá nos sentó a mi hermano bebé y a mí y comenzó a leernos una historia. El libro que tenía en las manos se llamaba “Lazarillo de Tormes”. Nos leyó un capítulo entero, luego cerró el libro prometiendo el capítulo siguiente para otro día. Para el final del capítulo yo estaba enganchada con la historia. Había viajado a un lugar que no había visto jamás y aun así casi podía tocarlo y oler la humedad de las calles que describían sus páginas. Me rehusé a esperar y tomé el libro. Me adentré en una aventura sin moverme de mi sitio y lo terminé esa misma noche.

Siendo la hermana mayor, mi socialización inicial fue exclusivamente con adultos o personajes ficticios que conocía en libros o programas de televisión. Los niños de verdad me resultaban tontos, así que mis amigos vivían en el viejo librero blanco de la casa de mis abuelos. De vez en cuándo se salían y se convertían en mis amigos imaginarios, resultando en tías políticas asustadas que no dejaban a mis primos jugar conmigo, la niña loca.

Con el tiempo, dichos amigos imaginarios se convirtieron en historias entre mis familiares sobre fantasmas y todo tipo de criaturas mágicas y enfermedades mentales. La verdad es que para ese entonces muchos adultos me resultaban incluso más tontos que los niños.

Con el tiempo, creces y tienes que aprender a socializar con personas de verdad, cosa que nunca resultó del todo bien conmigo. Prefería a los personajes ficticios. A los once años, mis mejores amigos eran Harry, Ron y Hermione. Más tarde conocí también a las personas que los interpretaban en las películas y los convertí en mis ídolos. Descubrí que me era más fácil relacionarme con esas personas a las que no podía llegar físicamente, que a las que tenía a mí alrededor.

A este tipo de relación, en la que sentimos que conocemos e incluso queremos a una persona que si bien no es real o no nos conoce, como es el caso de alguna celebridad o personaje histórico, se le llama “parasocial”, término dado por los psicólogos Donald Horton y Richard Wohl en 1956 a la relación platónica que las personas creaban con personajes ficticios y figuras políticas. Así que desde la abuela eternamente enamorada de Pedro Infante hasta el vecinito que jura que Peter Parker es su mejor amigo, esta situación no es para nada ficticia.

Quizá la falta de interés en aprender a relacionarnos con personas reales es directamente proporcional a la manera en que formamos nuestras relaciones parasociales.

Este tipo de relaciones se dan cuando sentimos confianza y hasta cierto nivel complicidad con dicho personaje. Conocemos su historia y sentimos lo que ellos sienten. Basta con decir que lloro mucho más cuando leo el capítulo en el que muere el profesor Snape en Harry Potter que cuando lo hace algún familiar lejano al que no recuerdo. A pesar de que uno es real y el otro no. Nos involucramos tanto con su vida que la sentimos propia. Sabemos por lo que han pasado, los sacrificios que han hecho y el proceso que han atravesado con una meta en específico. Hemos sentido sus alegrías, sus tristezas y compartido sus historias. Y hemos aprendido sus lecciones.

Esta actitud automática en la que nuestras sensaciones son reales a pesar de estar conscientes de que las situaciones no lo son, fue llamada “Alief” por la profesora en filosofía Tamar Gendler. Esto explica por qué lloramos tanto al final de Toy Story 3 o sentimos mariposas en el estómago cada vez que vemos a Cory y Topanga juntos.

Hoy en día sucede también con las celebridades, pues con acceso a las redes sociales nos es sencillo acceder a su información, ver y leer sus actividades diarias y vivir su historia. Por otro lado, muchos optamos por compartir la nuestra de la misma manera, quizá con el propósito de que alguien allá afuera logre involucrarse sin llegar a hacerlo físicamente. Y somos muchísimos. De hecho, la cantidad de personas que prefieren relaciones parasociales sobre las relaciones sociales está subestimada.

Quizá la falta de interés en aprender a relacionarnos con personas reales es directamente proporcional a la manera en que formamos nuestras relaciones parasociales. Quizá por eso nos hemos convertido en una generación que socializa a través de una pantalla. Nos hemos vuelto personajes ficticios. Por mi parte y sin titubear, puedo afirmar que he pasado al menos una cuarta parte de mi vida viviendo en un mundo ficticio. Hasta la fecha cada vez que tengo que enfrentar un problema, leo un libro y recuerdo que pase lo que pase afuera, mis amigos imaginarios van a seguir ahí, plasmados en papel. Al crecer aprendes a diferenciar entre ambas realidades y a aplicar lo que aprendiste en una para funcionar en la otra. Y es eso lo que lo vuelve real.

Publicado en: La Crónica de Hoy

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