Carriles

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blog de estilo

Bajo mis pies se sentían las ruedas del tren, encajando perfectamente en las vías. Los chirridos de los viejos fierros se mezclaban con la brisa y los murmullos de los hombres que fumaban cigarrillos y contaban sus historias sobre viajes largos y romances cortos. Me aferraba a la lata de atún ya vacía que tenía entre las manos. Tres asientos por detrás, una joven pareja discutía mientras su bebé lloraba eternamente. Las imágenes comenzaban a tornarse borrosas y mi aliento se convertía lentamente en agonía. Me dolía el pecho y no podía hablar. Lo sabía por la forma en que los nudos de mi garganta se contraían, no porque lo hubiese si quiera intentado.

Sabía que tenía que llegar al final del camino, respirando a penas lo suficiente para no perder la razón. Dentro de mí sabía que no había nada al final, ojalá ellos no quisieran darme un vistazo para comprobar mi existencia. Ojalá mi palabra hubiese sido suficientemente alta o mi manera de mirar al cielo un tanto más sutil. El mareo constante era ya parte de la lista de condiciones para permanecer dentro del tren.

Caminé despacio por el eterno pasillo hasta alcanzar la parte trasera, donde el aire caliente y el polvo del suelo se fusionan con la ya caliente piel. Me aferré al tubo más alto del vagón y con toda la fuerza que logré obtener de mi cansado cuerpo, lancé la lata vacía hacia el lugar oscuro, en donde no hay nada. Sentí por un segundo la maravillosa y prohibida posibilidad de que realmente no hubiera nada más. Me mordí la lengua. Una voz ronca desde algún lugar lejano me susurraba entre lágrimas que llegar al otro lado era indispensable. Yo lo sabía por decreto, más nunca por discernimiento. Había que llegar enteros. Y yo ya estaba a medias.

Pero aquellos que saltaban antes de su parada eran devorados por los viejos lobos y sus crías hambrientas. Se quedaban tumbados en el suelo hasta ser por completo alimento desgarrado por viciosos colmillos. Me imaginaba ahí posado sobre el asfalto, perdiendo mis ojos uno a uno, mezclándose con el resto de mi carne humedecida por la sangre que ya no pertenecía a mi cuerpo. No se trataba más que de anhelos prohibidos. Sin avisar, como de costumbre, la noche nos había consumido en su asfixiante abrazo. Ojalá llegáramos pronto.

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