Diecisiete.

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Lo miré despacio, en silencio. Como sintiendo que con un movimiento en falso toda la casa estallaría en pedazos. Solté la respiración de a poco, sin dejar salir sonido alguno. Con los pulmones ardiendo y los ojos inyectados de dolor, di un paso sigiloso hacia el sofá. Hacia su mano fría y dura, cual negro invierno. Titubeando en el último momento, rocé sus dedos suavemente con mis yemas. Recorrí cada arruga, cada hueso pegado a la piel seca y cansada. Y tomé entre mis manos sus manos.

Alguna mueca salió de su rostro. Como el gesto de alguien que lo ha visto todo. La mirada de alguien que sabe lo que nadie supo. La sombra de una sonrisa.

Sin más titubeos, me senté callada a su lado, sin soltar sus manos. Lo miré fijamente a los ojos, como buscando el mínimo signo de un cambio de planes. Nada.

Después de una larga pausa que asfixiaba como el interior de un auto cerrado a la mitad del verano, el viento se detuvo. Encontramos nuestras miradas por última vez y, al mismo tiempo, nos fusionamos en un haz de luz cegador que se extendió hasta tocar el cielo, se debilitó gradualmente, y se extinguió en la oscuridad. Ningún sonido más. Ningún rostro. Ningún dolor.

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