Hambre de recuerdos.

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Viendo mis pies desnudos, recargados en la pared, mientras reposo en mi cama. Inhalo. Las cortinas danzando con el viento. Y exhalo. No sé si me atrapó el aburrimiento, o si fue tu recuerdo. Que ya no me causa esa sensación de nostalgia y nauseas. El sentimiento mutó en un monstruoso rencor inevitable. Aunque debo reconocer que las nauseas persisten. Pero eso no importa. El hecho es que, sea cual sea la razón, terminé recordándote.

Sintiendome casi insultada por mi mediocridad de seguirte pensando, tomé bruscamente a Cortazar de mi escritorio y lo obligué a llevarme al Pont Des Arts, a pensar en alguien más. Pero ni él lo logró. Ya estabas dentro. Una de las miles maneras que tienes de meterte en mí es, precisamente, esta. La del recuerdo. Eres como el fantasma del padre de Hamlet. O como Tom Riddle. Te aseguraste de quedarte adherido a mis necesidades antes de romperme en mil pedazos. Sólo para atormentarme aún en tu ausencia. Sabes lo mucho que odio depender de las personas. Igual que sabes cómo amo ir al cine sola por decisión propia y cómo detesto que la gente lleve a sus niños chillones a las películas subtituladas. Y te burlas de mi mal genio. Aun lo haces.

Las marcas que dejaste en mi piel parecen resaltar más cuando menos quiero notarlas. La cicatriz de tu cigarro en mi mano derecha, justo en el dedo medio. Porque siempre tú tan despistado. Tan torpe y tan tímido. Haciendo imposible si quiera sospechar de tus intensiones más bien de rellenar espacios vacíos. Manías. Vicios. Las cicatrices en tu espalda. Las cicatrices en tus brazos. Las cicatrices en tu pasado. Esas especialmente. Tan complejas, fascinantes y contagiosas. Como un virus. Ese virus que terminaste siendo tú.

Finalmente mi adicción a la cafeína se hizo cargo del asunto y me llevó hasta la cocina. El aroma a café mezclado con tabaco se sentía tan cálido, tan familiar, tan tú. Y así mis ojos dieron vida a una lágrima.

Quise culpar al cansancio y al hambre. Presentes, pero inadvertidos. La alacena, vacía desde hacía más de dos semanas, era mi perfecta cuartada. Mi ropa más grande me recordaba diariamente que debía comer. Pero no lo hacía. Y mis ojeras suplían a la sonrisa que llevaba puesta mucho tiempo atrás.

Y ahí de pie, con la mente en blanco mientras el miedo, la rabia, la felicidad y sobre todo el orgullo giraban, estaba yo. Una sensación muy similar al odio explotó desde mi pecho. Y dolía. Dolía en serio. Me sofocaba. Grité. Y la oscuridad reinó en el mundo de los pendejos.

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