Una risita

by - 23:17

A penas logré conciliar el sueño, cuando un golpeteo agudo en mi cabeza me hizo parpadear. Esperé. De nuevo ese sonido tormentoso. Finalmente lo reconocí como el timbre del teléfono que se posaba en el buró junto a mi cama. ¿Quién de entre todas las personas, me pregunté, intentará despertarme a ésta hora, precisamente a mí? De alguna manera, conseguí cortar de golpe el hilo estrecho que un momento atrás sostenía mis más profundos sueños.

Aun debatiéndome entre la realidad y el cálido mundo de los dormidos, logré colocar la helada bocina en mi oído y, con una voz ronca y lenta, respondí: “¿Diga?”

Pero todo lo que a cambio recibí fue una suave risita, tan callada que era casi un susurro, luego nada. Mi sueño se esfumó velozmente a través de una cortina de desconcierto, y no pude dormir más. Un sinfín de dudas invadía mi mente. Luego llegó la oscuridad.

El sol se posó tímidamente en el cielo, cuando desperté de la manera más fría que es posible recordar entre estas cuatro paredes, estas viejas y deterioradas paredes. Llevaba la misma ropa que la noche anterior. Qué noche tan terrible. Aun asechaban las sombras que en susurros me explicaban las razones para no pertenecer a este mundo. Finalmente las voces pararon en seco cuando decidí reaccionar.

Miré lentamente al reloj: 7:30 a.m. Seguramente el despertador se había encargado de sacarme del estado hipnótico en el que la risita aquélla, que se repetía interminablemente en mi mente, me había dejado. A tientas tomé mis gafas y las conduje hasta mi rostro, donde es su casi permanente lugar. Al instante la habitación se aclaró y pude salir de ella.

De pronto estaba metido en la ducha, cubierto de espuma con olor a alguna fruta excéntrica, no suelo prestar mucha atención. Cerré el paso del agua y vino el silencio, luego como un repentino calosfrío, la misma risita de la noche anterior subió por mi columna, hasta llegar a mi cabeza y erizarme todo el cuerpo. Me petrifiqué.

La risita se marchó sin avisar. Sigilosamente y casi huyendo, continué con mi rutina. El tan solo pensar en romperla me asustaba casi tanto como la risita chillona que comenzaba a angustiarme. Ya vestido, me dirigí a la cocina en busca de mi taza de café. No hay mejor compañía que una taza de café por la mañana. El único momento del día en que una sonrisa natural conseguía brotar en mi rostro.

El primer sorbo me tomó por sorpresa, quemando mi lengua y provocando cosquillas en el resto de mi boca. ¡Ah! Qué delicia. El segundo sorbo ya era esperado, pero igualmente delicioso. Y justo antes de dar mi tercer y último sorbo, como si de la misma taza proviniera, aquella risita me golpeó en el rostro. Lo siguiente que escuché fue el sordo sonido de mi taza de porcelana abofeteando el suelo y estallando en mil pedazos. Tardé un momento en darme cuenta de lo sucedido y, cuando lo hice, tomé una decisión.

Decidí que esa maldita risita burlona que había decidido atormentarme precisamente a mí, no volvería a tomarme por sorpresa. Yo estaría preparado.

Aun temblando, un tanto por la furia y otro tanto por el miedo, salí de mi departamento y me subí a un taxi. Decidí mantener mi mente en estado de alerta. Presté atención a todos los detalles a mí alrededor, consideré cada uno de mis actos antes de realizarlos y revisé dos veces mi lista de cosas por hacer. Estaba preparado para cualquier cosa. De pronto escuche un pequeño susurro lejano que no lograba identificar, era algún balbuceo demasiado grave para ser la misma voz de la cual provenía la risita. Intenté prestar un poco de atención mientras la desesperación me aturdía.

“¡Señor!” Me exaltó un grito. Era tan solo el viejo taxista, informándome que habíamos llegado. Estaba tan ocupado pensando en cosas de mayor importancia, que no alcancé a distinguir su voz entre mis pensamientos. Un poco apenado, saqué mi cartera de mi saco y le pague la cuota. No dijimos nada más.

Pensé por un instante en el taxista. Sería probablemente, me dije, la única vez que lo vería. Al igual que a tantas otras personas que se topan con nuestro estrecho camino una vez para luego desaparecer. Por qué entonces, pensé, no puede ser así con la molesta vocecilla fantasma que ha decidido atormentarme precisamente a mí. Luego seguí concentrado en cada rincón, cada persona y cada movimiento, hasta llegar a mi oficina.

No tuve tiempo de saludar a nadie por miedo a descuidarme de nuevo. Me encargue de acomodar todo en su lugar, verifiqué hasta el último detalle y pedí a mi secretaria que no me pasara una sola llamada. A ver quién ríe ahora, pensé.

Cayó la noche y yo seguía en estado de alerta. Regresé a casa, aún cuidando cada detalle y sin desvestirme o prepararme, me fui directo a la cama, esperando ansioso a la llegada de aquella molesta risita. Nada.

Como suele hacerlo, la luz del siguiente día llegó y yo, temeroso de romper mi rutina, me metí en la ducha como usualmente suelo hacer, excepto que esta vez tenía mis cinco sentidos agudizados.

Los días pasaban y las noches caían, y aquella risita no se había dignado a aparecer. Me decidí a olvidarla. No lo logré.

Me encerré en un mundo donde solo yo existía, yo y esa risita, esa molesta risita que de entre tantas personas había decidido molestarme precisamente a mí. Un mundo donde cada cosa que se movía a mí alrededor, cada segundo que corría y cada paso que daba se relacionaba constantemente con esa risita. El aire que respiraba. No pasaba un momento sin que en mi mente existiera esa risita, no podía deshacerme de ella. Pero no estaba. Entonces me di cuenta. Esa repulsiva risita no estaba conmigo, no me asechaba. Era yo quien la había hecho vivir dentro de mí, sumergirse por mis poros y adherirse a mi piel.

Y era frustración el no tenerla y no sentirla. Y recordé los momentos en que fue real, momentos que casi puedo escuchar, ver y sentir esas chispas correr a través de mi columna y erizarme el cuerpo. Descubrí que en cierta forma la extrañaba. Luego dejé de aborrecerla para comenzar a desearla. Quería escucharla, tenerla conmigo y no dejarla ir. Dejar de vivir en la duda y el suspenso. Quería poseerla, y así no tener que esperar cada segundo para comprobarme a mí mismo que era real.

Pero definitivamente no quería olvidarla. Disfruto mi rutina, la sensación de poder al controlar lo que pasa es mi éxtasis. Y entonces aquella vocecita era parte de mi rutina, la parte que no podía controlar y me desquiciaba.

Me convencí a mi mismo de que en realidad sí tenía el control. Yo decidía cuando escuchar la risita, porque la tenía controlada en mi desquiciada cabeza por siempre.

Esa noche sonó el teléfono, yo decidí no responder. El último timbre sonó, luego el silencio inundó la habitación y aturdió mis oídos. De mi boca salió una suave risita, tan callada que era casi un susurro. Una risita que de entre tantas personas había decidido atormentarme, precisamente a mí.

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